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BERNARDO SCHIFRIN (CABA-Buenos Aires-Argentina)

MUERTE DE UN CAMPESINO
(Los datos biográficos pueden no ser exactos, el homenaje a nuestros campesinos sí.)

Don Puño vivió siempre en el puesto donde nació.
En el Norte argentino se llama puesto a una pequeña fracción de tierra ocupada por los moradores desde tiempos inmemoriales, a veces amparados por antiguas mercedes reales, otras en las que poseen algunos recibos pagos del impuesto inmobiliario con la idea de solicitar algún día la posesión veinteañal, cosa que por el gasto y las dificultades generalmente no realizan, y en la mayoría de los casos sin ningún título que los respalde.
El puesto de Don Puño estaba ubicado en el Sur de La Rioja, donde la escasez de lluvias y pasturas en las estancias alcanza para albergar un vacuno cada 8 ó 10 hectáreas. Don Puño vivía en un puesto de 240 Hectáreas, criaba vacunos y cabras. En los puestos la cantidad de animales por hectárea es mayor que en las estancias, a veces se duplican los vacunos, además de las cabras.
Es claro, que requieren mucho más trabajo, llevarlos a tomar agua, a sitios donde quede pasto, vigilar para que no penetren depredadores, encerrarlos en corrales de palo a pique todas las noches, en fin, la ancestral tarea de los pastores.
Cuando Don Puño llegó a la edad de merecer se emparejó con su compañera de toda la vida, tuvieron ocho o nueve hijos en buena salud, gracias a Dios. Como en el puesto todavía vivían los padres, además de cuidar los animales, había que procurarse el puchero de otra manera, Don Puño se hizo carbonero, trabajo duro si los hay, cuando los changuitos cumplían 8 años, y habían aprendido a escribir su nombre y apellido, los llevaba para que lo ayudaran, así fuera para cuidar que el fuego no se apagara, ni se encendiera demasiado, durante los ratos en que él dormía, hachaba, o realizaba otras tareas.
Era hombre de pocas palabras, y con esas pocas y su ejemplo los fue educando, le salieron buenos para ese existir sacrificado, mucho trabajo, poca comida y nada de lujos.
Llegó el día en que por el propio devenir de la existencia debió hacerse cargo del puesto. Su situación no mejoró demasiado. A la zona no había llegado el mestizaje y los animales rendían poca carne, y los pagaban menos de lo que rendían, por no hablar de los veranos en que se retrasaban las lluvias, en que había que venderlos por nada, mandarlos a un lugar distante en el que los tuvieran a pasto a cambio de mensualidades difícilmente recuperables, o resignarse a ver morir a los más débiles. Quedaban las cabras, pero los cabritilleros se aprovechaban y bajaban sus ofertas.
Don Puño tenía la represa bien desembarrada a pala, para que el agua le rindiera más tiempo, pero así y todo.
Había que comer o comprar pasto para seguir manteniendo algunos animales. Don Puño pasaba hambre, sus hijos comían menos, y se compraba pasto.
Durante un periodo de normalidad en las lluvias (300 a 400 mm. anuales) comenzó el mestizaje y la cosa mejoró, ya sea algún vecino que había conseguido un torito mocho negro, o de esos con joroba, o el INTA que con su escaso personal de extensión alcanzó a llegarse para la inseminación.
Los hijos ya eran grandes y habían volado en busca de otros horizontes, o aportaban changueando afuera.
La familia de uno de ellos se ocupaba de un tambo criollo, ordeñaban a mano las vacas, para preparar queso, o para venderla por los alrededores, gorda y sin bautismo.
Mientras tanto se había construido el Dique Saladillo, que se destinaría a la ganadería, la canalización se pagó dos veces pero se tragaron el presupuesto, no se concluyó nunca, y con el tiempo se volvió casi inservible, agua amarga y salada.
Hasta que llegaron tres años de sequía, la vieja no llegó a verla, Don Puño se quedó sin compañera a los setenta y pico.
El hijo con su familia se fueron a trabajar a Córdoba, y una de las mujeres se quedó a cuidarlo. Otros hijos que vivían cerca andaban por el puesto para ayudarlo varias veces por semana, Don Puño se volvió todavía más callado.
No sé si fue la enfermedad, o la tristeza, Don Puño se agostó con la sequía.

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