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MIGUEL ÁNGEL GAVILÁN (Santa Fe-Santa Fe-Argentina)

PUENTE

Ella incendió la casa. Fue por eso que comenzaron a dolerle tanto los atardeceres o las horas entre sueño y sueño sin encontrar consuelo.
Dijeron que fue tras la muerte de la niña que ella se desquició del todo, cayendo en largos silencios o rompiéndolos llamando a la muerta por su nombre o por otros que se le ocurrían en el desconsuelo. Que pichón, que rubita, que corazoncito, una cadena de apodos para, en definitiva, no nombrar a nadie.
-Parece ayer, ayer que vino a la casa cerca del puente- afirmaba Juárez, el dueño de la proveeduría.
Sí, esa casona vieja, con puertas y ventanas desportilladas, donde hacían refugio los pordioseros o las parejitas sin cama, mientras estuvo vacía. Después se supo que su padre se la había dejado como un gran suspiro repartido por los cuartos.
Llegó con esa niña ciega de la mano. Las trenzas hasta la cintura, anudadas con cintas y ese andar titubeante por la grava. Ni bien entraron, la mujer, vestido de organdí muy ajustado y sombrero de paja, murmuró con seguridad:
-Acá no vamos a ser felices.
-La niña… ¿es así de nacimiento?- preguntó el taxista que la llevó desde la estación, como para desviar todo mal presagio.
- Ella tiene los ojos de Dios. - Respondió la mujer sin mirarlo- No ve cosas de la tierra sino lo otro, lo que no les interesa saber a los mortales.
Pero era rara. Ciega, sí, pero también lenta, ausente. Se las veía en el jardín de la casa, la madre lavando verduras y la chica jugando extrañamente con palos, con botellas rotas como si fueran hermosos juguetes nuevos.
-Ahora no tiene sentido esa casa. Nunca fuimos felices ahí.- dijo en la proveeduría poco antes de quemarla. Los ojos eran dos huecos de lágrimas escurridas y finales.
Los puesteros se acordaron de cierto tiempo en que la mujer creyó que la dicha estaba otra vez de su parte. Fue una buena época porque ella trataba de juntarse más con la gente de pueblo. Iban a misa, pero la ciega se quedaba en la entrada mientras ella pedía por las dos.
-Porque seamos felices Dios. Porque la soledad se termine. Porque la niña vea no como ellos, sino como vos Dios que lo sabés todo…que todo lo sabés…
No eran estas exactamente sus palabras, pero algo así musitaba entre dientes, de rodillas en la iglesia.
-Se le habían achanchado las piernas.-Advertía Elsa acomodando botellas en la estantería o espantando las moscas del mostrador con un sacudón de trapos.
El tiempo la venía castigando. Le colgaba la carne ya, no como cuando llegó y tenía una figura que más de uno miraba. Ese color tierra que exudaba la vejez como un suero pegajoso, le forraba el cuerpo.
La niña vaticinó el incendio de la maderera. Se paró una tarde en el jardín de la casona, recordó Elsa y dijo:
-Se queman árboles.
Tiesa y desnuda, la mujer la cubría con una manta pero no podía moverla, como una aguja en la tierra, plantada en el milagro. Y al rato vieron pasar el camión de bomberos y la gente gritando que el fuego se comía la fábrica, que había gente adentro, que Dios era maldito y se olvidaba de ese pueblo y de todo.
Pagó con tres billetes arrugados la última provista, se disculpó por no haber ido antes y se perdió en el camino que parecía una garganta de polvo y desencuentro.
-Estaba loca- afirmó Elsa equivocándose porque la locura no tiene Dios ni milagros y esa mujer estaba convencida, lo estuvo, de que la niña le hacía el bien a los otros.
El problema fue que la chica creció y ya no era una niña sino una cosa deseable y ciega que vestía de organdí ceñido a la cintura como su madre. Ya resultaban ridículas las llamadas, mi corazoncito, mi bomboncito, mi luna; y más aún cuando sus milagros y sus predicciones confundieron a la población que decidió hacer novenas y peregrinajes para que les curara los males.
-¡Qué predice el futuro, te digo! -repetían las que la visitaban.-Y eso que nunca vio salvo formas desde sus ojos muertos. ¡Qué Dios la salve y a nosotros por tenerla! ¡Gracias señor! ¡Gracias por los milagros!
La casa se llenó de dramas saldados, de penas reconfortadas ni bien las manos de la santa tocaban la cabeza de algún desahuciado o bendecían el lugar muerto de un paralítico. Echaba los ojos hacia atrás, los brazos en cruz empuñando el rosario y a través de su cuerpo bajaba del cielo la cura y la paz tan reclamadas. La sala vistió sanidad. El olor de los sahumerios y velones imprimía al recito una halo de higiene venturosa, de pulcritud celeste.
-Fue el policía el que ocasionó el percance.-Dijo Elsa con esa voz lenta que ponía cuando decía verdades que de tan disparatadas se convertían en mentiras creíbles.
-Qué sabrás vos de percances.-reprochó Juárez.-Fue por el asalto a Recabarren que el policía llegó herido a la casa.
-Por eso.-continuó la puestera.-les trajo la desgracia.
El tipo llegó arrastrándose. Al sentir los ruidos, la mujer fue a mirar y ahí estaba con un borbotón de sangre en el hombro. Ella lo entró, le hizo unas curaciones de emergencia y llamó a la ciega que cayó de rodillas hablando en lenguas.
Fue el amor entre la mujer grande y el herido lo que aconteció primero. Un deseo que se les entreveraba a los dos por los ojos. Los que iban a reclamar salud en aquelarres frecuentes se sorprendían de ver al policía en la casa, vendado el brazo, el torso desnudo, besándose con la madre de la santa en el comedor mientras ella exorcizaba demonios de los cuerpos fatales.
-Pero la niña no era niña.- Aclaró Elsa acordándose de que esa vez que le robaron a Recabarren, doce vacas, tres caballos, el policía era un chico al que una barba insulsa apenas si le oscurecía la cara. Él solo, con ese valor obligado que dan los uniformes, enfrentó a los cuatreros.
-Vos te vas a salvar porque Dios así lo quiere.-Decía la ciega mientras la madre lo vendaba.
No pasó mucho tiempo en que el policía se cansó de la vieja y aspiró a la joven. Un día se sacó las vendas y se fue al comedor donde las mujeres hablaban en voz baja. Sin decir palabra usó a la madre sobre la mesa. Después, mientras la vieja se arreglaba la ropa, toqueteó a la ciega.
La madre dijo algo breve, exacto, casi cómico ante esa situación definitiva, que no, que a ella no, y la negó con la mano. El hombre entonces, creyéndose dueño, tomando una confianza desconocida, empujó a la mujer de un golpe, como a un pasado. Ahí, entre cristos y pabilos chamuscados abusó de la niña, simulando amor, creyendo que ponerle eso entre las piernas a la santa era darle y darse una felicidad perdurable.
La madre, al ver ese enchastre, esa atrocidad llena de estertores y luego a su hija, las piernas abiertas, el vestido rajado como un papel, comenzó a reírse y a gritar con toda la impotencia de su derrota. Lo curioso, lo imborrable, es que en ese momento, el mejor para hacerlo, la mujer no lo mató, siguió riéndose y lo dejó solazarse en el cuerpo aquel, mientras esta repetía con los ojos en blanco:
-Quítate Satán, quítate de este hombre, quítate, Satán.
A la mañana siguiente, el policía no estaba. Lo buscaron por el pueblo, la ciega y la madre, quizás para tenerlo más, para hacerlo parte de ellas, pero nada.
-La extrañaba. No tenía consuelo.-Repitió Elsa rascándose un pie con el otro.
-Por lo menos dejó de llamarla a gritos. Mejor que se haya ido.-Agregó Juárez.
La ciega se tiró del puente al arroyo podrido que circundaba el pueblo. Dijeron que fue temprano; la madre la despidió desde la puerta. Meses después ella le puso fuego a la casa. Las ruinas que dejó la quemazón le sirvieron de refugio, como la iglesia alguna vez o como el deseo, por el tiempo en que se negaba a irse, en el que quería seguir recordando. Dormía arropada en mantas raídas, con una foto de la muerta y una vela apagada.
El día en que decidió quemar la casa algunos vecinos alcanzaron a oír entre las llamas, lamentos y gritos de hombre que subían desde la tierra, como un mensaje divino.

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