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SERGIO FOMBONA (CABA-Buenos Aires-Argentina)

DONDE TERMINA LA RISA

Es natural que haya un final para todo, aunque a uno extrañamente lo sorprenda, especulando con un mínimo de criterio, jamás hubo otra certeza que la muerte, pero los seres humanos desarrollamos por generaciones esa cordura del olvido, logrando una realidad palpable y creíble con la mera intención de sentirnos a salvo, ¿a salvo de qué?: ¿acaso de otros vertebrados?, ¿tal vez del espacio inconmensurable?, ¿quizá del ataque potencial de seres de nuevos mundos?, ¿del temido averno?, ¿o del suicidio? El inconveniente principal es que la realidad muchas veces se nos vuelve en contra, o mejor dicho, somos nosotros quienes construimos esa realidad y somos nosotros únicos responsables del vuelco. Ahora bien, asimismo lo que no se ve o no se conoce pasa a integrar la nada, una ejercida ignorancia sobre la muerte (necesario desplazamiento del rol central para que no tenga una gravitación definitiva en todos los actos de la vida cotidiana; escudo finito si se quiere pero muy efectivo para la conservación de la especie, así es que el descanso de numerosos seres humanos en el mundo logra cierta placidez pese a que haya millones que todavía se sorprenden frente a un deceso), causa un pobrísimo pensamiento mágico de inmortalidad. Aunque si nos toca sufrimos, refiriéndome sólo a la cultura occidental, debido a una cuestión puramente formativa. Disciplinados por la civilización que sustenta premios y castigos, hasta el más incauto puede abonar a la teoría de la desgracia efectiva porque no hay ninguna persona capaz de ir a un hipotético paraíso dada su forma de vida y la obsolescencia de semejantes creencias. Las representaciones que tenemos en mente de la muerte son siempre lúgubres: cuerpos maquillados vestidos con su mejor ropa incrustados en un cajón mortuorio, incapaces de transmitirnos siquiera una señal, darnos la más mínima pauta de lo que nos tocará “vivir” cuando vayamos al otro lado. ¿Qué habrá al cruzar la flaca línea entre estar y no estar? No existe tal línea ni hay otro lado, ni vida prometida, son solamente invenciones paliativas que a lo largo de la historia responden a necesidades equivalentes. Porque a lo largo de la historia humana generaciones de nuestros ancestros han hecho lo posible por averiguar sin resultado alguno. Ya en los albores de la civilización hasta enterraron personas vivas, incluso bebés junto a cadáveres “célebres” momificados, y lo que han conseguido es obtener más cadáveres. Bajo tierra o bajo el sol el mecanismo de la naturaleza es semejante: se tiende a reciclar permanentemente. Está claro que desde los orígenes del universo lo único importante es cumplir con el ciclo vital, no hay ni espíritu ni alma que sirva, lo sustentable es la propia materia orgánica para continuar el proceso regenerativo. En este sistema que reconstituye todo (como los leucocitos fagocitan a las bacterias), lo que el ojo humano no logra advertir pasa a formar parte del misterio. Sabemos y está harto comprobado científicamente que hay un cosmos infinito que nos antecede, del cual sólo se vislumbró una ínfima parte que poco tiene de cielos e infiernos, pero dentro del necesario desarrollo de la comunicación humana se emplean dogmas como el ejemplificado útiles para proveer ese andamiaje que nos hace postergar aquello indefectible. Otra de las cuestiones irresolutas es la concepción, agregada a la muerte, la concepción ha sido desde el principio de la humanidad un problema para el “hombre” quien se proclamaba amo y señor de la creación, por fuerza propia, al comprender que no existiría hombre sin mujer, y es justamente ahí, en ese simple equilibrio natural, donde se justifica la mística del mundo repetida en gran mayoría de las especies. Aunque si nos pusiéramos a pensar, el ser humano nació de la fecundación de insignificancias: espermatozoides y óvulos. La lógica responde cualquier duda al respecto, el desarrollo humano, en proporción al desarrollo del resto de las especies, llegó algo más lejos. Que no tengamos en cuenta que día a día millones de plagas se vuelvan inmunes a los pesticidas, trasmitiendo su daño de generación en generación y obteniendo una defensa efectiva del exterminio en masa para su descendencia, en parte es porque no lo notamos, pero también por la soberbia del ser humano que se ha inventado un ámbito arquetípico en el que caben apenas módicos tipos de “mascotas”, por supuesto inferiores, de allí nace la necesidad de poseer amuletos, fetiches, ídolos y dioses, algunos decretados superlativos por ser anteriores a su existencia, además, sumado al claro fin superior de guiarnos y protegernos de aquello innombrable. Es vital que haya un final para todo aunque extrañamente nos siga sorprendiendo el razonamiento, pero esa sorpresa tampoco deja de ser intrínsecamente humana.

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