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TRUDY POCOVÍ (Santa Fe-Santa Fe-Argentina)

EL HERMANO DE BIENVENIDA VILLANUEVA

A veces me acuerdo de Bienvenida Villanueva. Y de su hermano.
No siempre... De tanto en tanto. Como una ráfaga de aire antiguo que invade sin permiso guardadas estampas de la escuela primaria...
¡La escuela primaria...! Qué lejos me parece... y sin embargo, sin siquiera cerrar los ojos, la veo parada con su guardapolvo blanco de tablas y moño en la espalda, sí, así, de repente, en medio del patio de la escuela Falucho, allá en López y Planes e Iturraspe, donde yo vivía por entonces.
El guardapolvo medio cortón y con las tablas esforzándose por conserva su forma rectilínea en tal voluminoso cuerpo. Porque así era Bienvenida Villanueva: grande, grandota y algo grandulona, alta, gorda... pavota.
Era mayor que nosotras... era repetidora. Y si no hubiera dejado de ir a la escuela, estoy segura que hubiera vuelto a repetir el quinto grado.
Se sentaba atrás, casi contra la pared, entre los últimos pupitres del aula. En parte por su estatura y su ser corpulento, en parte, porque imagino que a la señorita maestra no le gustaría mucho tener frente a ella, día tras día, ese rostro redondo, inexpresivo, de mirada vacía, la boca entreabierta, a veces con baba, a veces con un moco que espiaba a la clase desde la nariz.
Todos se burlaban de ella.
¡Pobre Bienvenida Villanueva! Se burlaban de su torpeza, de su retraso, de los botones perdidos del guardapolvo, de los zapatos gastados, de su pelo renegrido y motoso... Todos... casi todos.
En los recreos se quedaba sola en un costado del patio mientras las demás niñas alborotábamos la siesta con el Antón Pirulero, La Farolera, saltar a la soga o al elástico.
A veces, conversaba con unas chicas de sexto grado, tal vez antiguas compañeras.
Yo nunca me metí con ella ¡Me daba tanta pena!... Eso no quiere decir que fuera su amiga, era demasiado grande; pero nunca fui cómplice de las bromas ni de las cargadas, por lo general pesadas y de mal gusto.
Una vez le presté la tarea y otra, le pasé un papelito con el resultado del problema de regla de tres compuesta en una prueba. Pero nada más... quizás, nada menos.
Vivía por calle Zenteno, enseguida después del segundo paso a nivel desde la cancha de Unión, tres cuadras hacia el oeste de la avenida, en una casita sin revocar, con los ladrillos a la vista, alambrado y techo de chapas de zinc; un enorme paraíso, que crecía casi en el medio del terreno, le prodigaba una reparadora sombra a la galería; malvones, achiras y algunas gallinas sueltas por el patio de tierra apisonada completaban el cuadro.
Yo pasaba por su casa bastante seguido, haciendo mandados. Conocía, de vista, a su madre: una negra de cara redonda, siempre sonriente y cabello corto enrulado. Una vez, también vi a su hermano. ¡El famoso y temible hermano de Bienvenida Villanueva!
En aquellos tiempos, los varones asistían a la escuela por la mañana, y las niñas por la tarde, así que pocas o casi nulas, eran las ocasiones en que podíamos tener contacto con unos pares de pantalones.
Pero cuando pasó lo que pasó, ningún turno, ningún grado, dejó de comentar la proeza y el coraje del hermano de Bienvenida Villanueva. Y de ello se habló por varios días, qué digo días, ¡semanas!. Se convirtió un héroe para todos, salvo algún que otro chupamedias de la Directora. Y se tejieron muchas historias de otras increíbles hazañas así como de amoríos y corazones destrozados de algunas pre-púberes de quinto grado...
Sin embargo, sólo puedo recordarlo así, como el hermano de Bienvenida Villanueva, sin un nombre, sin un rostro preciso, sin siquiera un vago perfume a la distancia.
Aunque era un año menor que su hermana, como no había repetido nunca, ya estaba en sexto grado. Era el último año de la escuela primaria, en aquél entonces. Después del sexto grado, ya estabas listo para enfrentar la vida... bueno, al menos así te lo hacía sentir tus padres.
La mayoría de los varones, concluida la primaria, se conchababan en algún comercio del barrio (el almacén de los Colombo, la carnicería de Don Ángel Giudice, la panadería Imperio), o en algún tallercito de los que abundaban, para aprender el oficio; también se los podía ver repartiendo la leche en carro, o la soda y la chinchibira.
Muy pocos seguía estudiando, aunque los había, optando entre el Colegio Nacional, el de Comercio o el Industrial.
Las niñas, en cambio, en su mayoría quedaban ayudando en las tareas domésticas y aprendiendo ciertos quehaceres como “corte y confesión”, bordado a máquina o repostería que, de una u otra manera completaban su adiestramientos para encontrar marido (y conservarlo), fin último y único de toda señorita que se precie.
Pero volviendo al hermano de Bienvenida Villanueva, él estaba terminando el sexto grado. Ya era todo un hombrecito, o se sentía como tal. Y tenía por maestra a Elvira Sáenz.
Soltera por destino y por vocación (porque no la creíamos capaz de convivir pacíficamente junto a otro ser humano) la Srta. Elvira Sáenz tenía fama de “maldita”, en todo lo ancho y profundo de la palabra. Severa, rigurosamente disciplinada y puntual, puntillosa y altamente susceptible, nunca se la conoció enojada, en el sentido de dar gritos en el aula o propinar rezongos o largos retos en voz alta. No. Pero si te habías portado mal, o ella pensaba que así había acontecido, sus castigos, sin estridencias, eran por cierto temibles e inolvidables.
Si tenías algún cargo de conciencia, su mirada gélida te producía, de seguro, escalofríos; te penetraba logrando que te confesaras culpable de hasta haber robado el cuerpo impoluto de la Santa de los Descamisados.
Y si te miraba fijo por más de treinta segundos, con esos ojos de destellos luciferinos, tu corazón podía llegar a detenerse... o a anudarse con el estómago con una angustia similar a la que sobrellevaría un condenado a muerte camino al cadalso, con la certeza que ni Gary Cooper podría salvarte, como solía suceder en los tres últimos minutos de las cintas de vaqueros.
Pero, afirmaban los varones, que lo peor que te podía ocurrir es que no le hubieras “caído en gracia”.
Si, por quien sabe qué hado o fuerza infraterrena, Elvira Sáenz te tomaba inquina, hijo, que Dios y sólo Dios te salve, como sabían decir los que habían sobrevivido a la experiencia saenzniana.
Porque Elvira Sáenz era capaz de hostigarte días tras día, recreo tras recreo, por semanas, por meses, por todo un sexto grado hasta reducirte a nada, a menos que polvo. Tan perseverante como odiosa, podía avergonzarte tantas veces y de tal modo frente al aula, que más de uno fue capaz de comer bolitas de paraíso para enfermarse gravemente y dejar de ir a la escuela por largo un tiempo... Eso, si no se le pasaba la mano con el veneno de aquél fruto.
Y algo así le ocurrió al pobre hermano de la pobre Bienvenida Villanueva.
Cuentan que, desde el primer día de clases, desde que se izó la bandera y se entonaron las estrofas del Himno Nacional Argentino, ambos se cruzaron. La Srta. Elvira Sáenz, supongo, no toleró que el mocoso le sostuviera la mirada... Y el hermano de Bienvenida Villanueva, de aspecto hirsuto e indiano como vagamente lo recuerdo, no debe haber tolerado que esa lagartija seca con guardapolvo intentara domesticarlo.
El problema es que ambos se sentían domadores...
Lo cierto es que desde aquel primer encuentro, el duelo entre los dos quedó definido. Y todo el turno mañana, en confidencial silencio, anheló expectante un desenlace. Pero, y casi puedo hoy afirmarlo, ninguno imaginó que el final fuera como fue.
Dicen que la Srta. Elvira Sáenz no cesó de fustigar al hermano de Bienvenida Villanueva un solo día de clases... ni de día patrio. Por el cabello rebelde a la Glostora, por las orejas sucias o muy separadas del cráneo, por el guardapolvo corto o mal planchado, por las uñas largas, los dedos chuecos, por la ortografía, la caligrafía y la gramática, por cómo se sentaba en el pupitre o si se comía las “s” cuando hablaba... Un día afirmó que tenía piojos y lo dejó parado en medio del patio toda la mañana con un cartel que rezaba “No acercarse. Niño con piojos”.
Otra vez no lo dejó ir al baño ni en el recreo, y el pobre hermano de Bienvenida Villanueva mojó sus pantalones. Y encima, fue a parar a la Dirección “por impúdico y mal educado”.
Se comentó que en una oportunidad, casi lo mata de pulmonía, por haberlo puesto en penitencia al lado del mástil, bajo una densa llovizna de fines de abril.
Pero con todo y a pesar de todo, el hermano de Bienvenida Villanueva no se rendía ni se doblegaba. Y no sólo le sostenía la mirada sino que, en más de una ocasión, hasta se la hizo desviar a ella. Por supuesto que toda la clase se daba cuenta, pero por temor todos se mantenían muy quietos en los bancos, cabizbajos y silenciosos. Pero a la salida, más de uno le palmeaba la espalda al hermano de Bienvenida Villanueva, o se ofrecía para hacerle la tarea, o bien lo comentaba con cierto orgullo ajeno, a una hermana o vecina que luego difundía, magnificadas, tales proezas en el turno de la tarde, en el turno de las niñas.-
Hasta que una mañana, ya cercana la finalización del ciclo lectivo pasó lo que tenía que pasar.
Nadie recuerda el tema del día.
Nadie recuerda si estaban en hora de matemáticas, de historia o de geografía.
Sólo se supo que estaban copiando algo del pizarrón, por lo cual todos tenía su plumín en mano, cuando la Srta. Elvira Sáenz se acercó malévolamente al pupitre del hermano de Bienvenida Villanueva y le hizo una observación respecto de su escritura. Como era habitual, el hermano de Bienvenida Villanueva cesó de escribir, levantó la cabeza, la miró a los ojos, torció los labios ligeramente hacia la izquierda en una mueca de resignación y aguardó la penitencia.
Pero esta vez, y por primera vez, la Srta. Elvira Sáenz perdió el control. Y en esto coinciden todos los relatos. Perdió el control, la postura y hasta el rodete que se deshizo ante el estremecimiento que produjo, en la mano, en el aula, en la escuela toda, la bofetada que le propinó al boquiabierto joven.
-¡Mocoso desvergonzado e insolente! - lo encaró totalmente fuera de sí, apoyada con ambas manos sobre el pupitre– Va a dejar de mirarme de esa manera hijo de los mil demonios o le juro, como que me llamo Elvira Sáenz, que le voy a arrancar esos ojos de cuervo que tiene – le gritó, descontrolada, desbocada y desgreñada.
Y el estupefacto hermano de Bienvenida Villanueva, sin dejar de mirarla fijo, hipnotizados uno por el otro, tomándose sin una lágrima la mejilla izquierda, todo rojo, todo furia y desconsuelo, le clavó sin dubitar el entintado plumín en el centro de los cuatro metacarpos... y salió corriendo.
Inmóvil por el dolor o la sorpresa, la maestra no atinó siquiera a pedir auxilio ni a sacarse el plumín incrustado en su mano, mientras la sangre (roja, no negra como algunos creían) se escurría tibia por la muñeca, el antebrazo, la blancura del guardapolvo, la palidez del papel del cuaderno y su frase inconclusa.
No se volvió a ver nunca más por la escuela ni por el barrio al hermano de Bienvenida Villanueva. Ella, también dejó el quinto grado sin terminar.
La Srta. Sáenz fue hospitalizada a causa de una fuerte crisis nerviosa que le sobrevino a pocas horas del hecho. Luego, creo que solicitó una licencia y se jubiló por enfermedad.
Intervino la policía, a tenor de la denuncia que radicó la Directora; se interrogaron a varios alumnos pero, como tanto el cabo como el Comisario habían padecido, en carne propia o a través de sus hijos, las peculiaridades de la maestra, nunca se concluyó el sumario...
Tal vez, únicamente quedo yo para recordar el hecho mientras hago girar entre mis dedos, un pequeño plumín, que no sé muy bien cómo vino a parar a mis manos, levemente rojizo... o solo oxidado.

*****

Almirante de barcaza
Adelantado de río
No tiene nave tu infancia
Tiene frío.

PAISAJE DE CANOAS Y AGUA

Amo este paisaje
de agua y de canoas,
amo este infinito
de redes y aparejos,
el cielo fundido en la laguna,
el sol desdibujando la orilla
y el hechizo guaraní
en los camalotes descendido.

Sí, amo este paisaje
aún en la crecida,
en el hambre, en los vagones,
en la muerte lenta de la limosna
-préstamos de vida-
porque siempre hay una esperanza
en la bajada.

Única posesión de los sin-tierra,
única riqueza de los sin-nada
este paisaje de canoas y agua.

SIN MIRAR

Carne Hambre Huesos
Tus ojos
en el cuenco
de mis manos.
Carne Barro Sueño
Y esa desnudez de penitente
que me ciega la disculpa
ésa que te debo
-o me debo-
por no haberte visto antes
(antes de esta inercia que me retiene
el alma)
por no volverte a ver.

Carne Manos Manos
Muchas manos
que agitan
su vacío en los bolsillos
y en el pórtico
desoxidan
el olvido de un pecado
o te dan
sin mirar una moneda.
Yo igual.
Jamás sabré
en dónde escondés los miedos.


PLEGARIA CONTRA EL DESALIENTO

Plegaria deshecha
y en piragua.
Asciende espumosa
la revancha.
El oleaje brama
canciones de viento.
Sudestada.
Un manto de magnolias
impregna de blanco
la palidez olorosa
de los muertos.

En piraguas
asciende
la fragancia india,
el barro,
la arcilla,
los camalotes,
las garzas,
tus ojos,
la herida.

*****

La noche sonríe
con labios de luna.
Es un brillo de hielo
apenas
que quiebra sus ganas
de llorar negruras.

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