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JOSÉ LUIS BENÍTEZ (Málaga-España)

AMADO PAPELA (1953)

Fueron las lecturas previas las que permitieron que me situara y que luego me manejase con relativa facilidad en las ciudades modernas.

Corrían los años de la penumbra en los que la inocencia buscaba un camino para encontrar un remanso de paz en el que solazarse, soñando en un mañana que quizás nunca se alcanzaría. Viviendo eternamente de las ilusiones que generan las mismas ilusiones, y que tampoco nunca se satisfacen. Y cuesta el concebir que tus aspiraciones fracasaron siquiera antes de jugártelas a tu destino. Porque no quieres doblegarte a la injusticia de que no se respete la dignidad de ningún ser. Miras hacia atrás: y no ves sino los mismos trabajos infructuosos arrumbados en las lindes de los campos baldíos y pletóricos de ideas enmohecidas, como fábricas obsoletas y abandonadas de los operarios del poblado. Sólo piensas que te gustaría ser dichoso junto a un hogar henchido de amor, pero tampoco ello es posible: porque has perdido la inocencia y ya sólo te topas también con seres arrumbados en la desfachatez de sus propias esperanzas. Las heridas sangran y no permiten que se cuelen los sentimientos de nadie. Y te repliegas sobre ti mismo, como un caracol en su coraza.

Sigues trabajando y leyendo. Y en esas lecturas improvisadas esperas hallar una felicidad que se te niega en la calle, dulcificándote las horas con las experiencias desgraciadas o falsamente felices de otros fantasmas anteriores a ti y que, mientras vivieron, soñaron repletos de idénticas ilusiones a las tuyas. Vives tu propia vida proyectada en la fantasía de los otros. E idealizas amistades, pasiones y luchas del pasado que, a fin de cuentas, sólo destilaron odio y que lo único que realizaron fue el propagar la muerte. Porque el hombre siempre se planta ante la vida como por primera vez, y llega un tiempo en que no la acepta con la imagen interesada que le han proporcionado de ella. Y la rebeldía, siempre la misma, lo conduce trágicamente al fracaso y a la destrucción; a la larga, de unos y otros por igual. Pero por el momento está retando a un poder superior a sus fuerzas. Esa lucha eterna por la nada que no significa nada. Estás ignorante del conocimiento de tus impulsos y de la llama que te inyecta esa energía salvífica. A todo quieres bautizarlo como lo conocido y familiar con tal de atraerlo hacia ti, con tal de sentirte seguro por un instante.

Podría llamarse Luna:
Joven, llena de esa vida que a ti te negaba la sombría experiencia de tu pasado. Y su talle y su sonrisa te devolvían a las fuentes de las que por primera vez emanó tu luz.
Pero nunca te creías del todo el júbilo que rociaba tu pecho y pintaba como de oro el perfil de tu existencia, hasta entonces bastante vacía. Ahora convendrías en aceptar que la vida sólo la colma el amor… Y te replanteabas una y otra vez lleno de un cinismo venenoso si la suya –es decir, su vida-, era tan cierta como la luminosidad de su mirada. Recorrías los atardeceres de ese París invernal invadido por la neblina y por las risas despreocupadas de los pasantes, inadvertidos del miedo que te embargaba a perder tu tesoro. Y aunque no se notaba, intentabas resguardarlo de los ladrones nocturnos, sabedor de que las alimañas se maravillan de la presencia del talismán, y que lo huelen y lo intuyen colgado de tu garganta y reposado sobre tu corazón. El amor puede que ennoblezca, exalte y te infunda el valor que necesitas a diario para enfrentarte a su poder. La senda impuesta. ¿Cuál es el precio del amor?
Quizás a cada cual se le exige un montante y una moneda diferente para sellar el pacto de esa ley que te esclaviza y te envuelve con un sentido oculto que se escapa a tus sentidos. Esos sentidos contribuyen a que ese amor se mantenga, se realice y adquiera unas proporciones que están por encima de tu capacidad de intelección. La vida es sentir; también te compete discernir lo que sientes. Aunque Luna estaba protegida del pesar de mis tristes pensamientos. Y los minutos se alargaban a su lado deliciosamente y las penas se aliviaban en su amable compañía.

Mis cambiantes estados de ánimo me alertaban de la imposibilidad de tomar decisiones con un mínimo de coherencia. Me había dado cuenta con amargura de lo imposible que es cambiar el mundo. No admitía mi derrota, porque la realidad de las circunstancias impedía que mi orgullo reconociera sus errores -la soberbia-; mucho menos la impotencia que me flaqueaba el ardor, y me veía por ello doblegado al capricho del azar. Porque azar es la vida si se mantienen fijas las prerrogativas con tal de cumplimentar los privilegios. La falta proviene de tener que exigir un precio por todo y de perpetuar ese estado de inseguridad existencial proyectándolo sobre la conciencia del individuo: entonces se desencadena el caos a tu alrededor, y no puedes hacer nada para evitar la catástrofe. Retirarse quizás y repensar la vida que no fue, y consumirte en la contemplación de un pasado inerte. Y allí seguía estando ella, mi Luna –o empezaba ella-. O con ella recomenzaba una nueva etapa que podría definirse en los límites del todo…

¡Me enfrentaba a tantos mundos opuestos! La diferencia no podía calcularla desde mi presente. A estas alturas carecía ya de pasado. Mis ideales se los había tragado el sesgo de la memoria, y lo poco que quedaba de ellos se marchitó entre penumbras, como di a entender. Pero a mí me costaba trabajo el tener que tragar la rendición que me imponían las circunstancias. Y es que la mayoría de las veces batallamos contra el absurdo creado por nuestra propia incomprensión y que se deja guiar por la malevolencia. Y esa falsedad, precisamente, es la que te solivianta hasta el punto de no importarte, por orgullo o por cabezonería ciega, inmolar tu vida en un arrebato incontrolado. Conseguida esta clarividencia, tal vez reconozcas el deseo del suicidio, y la consiguiente obsesión, que se escuda tras todo existir. La terrible consciencia de la aniquilación del ser. Las sombras…, ¿qué se esconde tras las sombras? ¿Y cuál es la verdadera semblanza de la vida? A lo mejor mi amiga Luna, impresa en su rostro, poseía la respuesta a tanta y tanta pregunta y divagación sin respuesta.

Continuaba trabajando en la imprenta que componía el magazine que, frívolo, aireaba las victorias de la consecución vana adornándola con las sonrisas de hermosas mujeres henchidas de sensualidad desbordante, dispuestas a proclamar los favores de la injusticia y de la fuerza bruta a los cuatro vientos y de proteger los atropellos con sus turgentes y ávidas mamas. Y la gente asentía… Yo, incluido, confieso que convenía en la tramoya. Y asentía por los motivos antes expuestos, convencido de la impotencia del individuo abocado a la sinrazón que custodia sus temores y mantiene a raya sus anhelos e iniciativas más nobles, desclasificándolo y arrojándolo a un muladar. El hombre llano desconoce muchísimas cosas, y ni siquiera explicándoselas se las iba a creer. Si le revelasen la verdad sobre la situación que lo envuelve y lo empuja todo en la existencia –el espantoso abismo amenazante-, seguramente su violenta rebeldía sería mucho mayor: porque ahora pensaría que, encima de que se le explota hasta reventar, le estaban tomando el pelo con cuentos fantásticos. Y no son tales…; se intuye más de lo que es sabido, y permitido. La existencia está destinada al fracaso. Un día impreciso la vida se acabará sobre la tierra. Así de sencillo: ¡no habrá más vida! Y tampoco habrá más cosechas porque, consecuentemente, no existirán ya los campos dado que tampoco existirá ya más tierra. Un maestro mío, siendo yo escolar, comentó una mañana gris con aire inspirado:

-Vendrá un tiempo en que el Sol dejará de lucir. Si fuéramos una pizca conscientes de esta realidad, aunque nos pueda pillar muy lejana de nuestra actual circunstancia, se evitarían muchos problemas y batallar entre los hombres.

Esas palabras sabias se han quedado grabadas en mi espíritu como letras de fuego sobre roca. Y quizás ellas me han guiado a lo largo de mi existencia, en medio del sufrimiento y de los peligros, preservándome de una manera invisible del auténtico mal. Y me han hecho reconocer que la maldad del ser obedece a la represión y al ostracismo de la conciencia.

Se seguían las revueltas, los mítines, las protestas habituales nacidas de la inexperiencia que se encara de nuevo a la problemática de idénticas personas limitadas e incapaces de vislumbrar el más mínimo horizonte para el sosiego interior. La falta de preparación, la debilidad y la insatisfacción consigo mismo se proyecta en la culpa del que te obliga a asumir, desde su prepotencia, la impotencia que te destroza y te pulveriza sin compasión.

Y yo contemplaba ya las batallas desde el podio de la indiferencia más olímpica. Porque la estulticia no se reconoce en ningún espejo. Lo mismo que yo nunca reconocí entonces la mía, cuando sólo actuaba llevado de la mano de los falsos ideales, conducido por los falsos ídolos.

No quería doblegar mi espíritu, a pesar de entender lo irremediable de mi fracaso. Así que abandoné mi oficio, las dulzuras del cariño que me prometía y los sueños de paz junto al calor de un hogar, y perseguí la loca aventura de un despertar sin promesa de descanso, ni tampoco recompensa alguna que refrendase mis fatigas. Pensaba que traicionaba a algo muy dentro de mí o a alguien a quien le debía una reparación y que, con mi gesto decisivo, se sentiría resarcido si esa llama pervivía en mi deambular aventurado, sin que yo permitiera que se apagase en mi alma. Tal vez se trataba de los espectros de mis antepasados, clamando venganza contra la iniquidad de la que fueron víctimas.

Así que, como dije, abandoné mi vida anterior y me enrolé de cocinero en un barco con el que surqué los océanos. Cuando, por fin, ponía los pies en firme -después de muchas etapas arriesgadas-, las ciudades se me antojaban “planetas” distintos del que yo habitaba cada día. Hay una separación entre la tierra y el mar tan insondable como las simas del agua que se cobija en esa misteriosa cuenca. El mar está poseído de un espíritu intrépido: sabe de la amenaza que supone su bravura para el acongojado hombre. Es consciente de su tremendo poder y capacidad de destrucción. Pero también es sensible a los vientos que prefiguran el nuevo ser. Es justo esa sensibilidad recíproca –la del hombre consciente- la que lo mantiene apaciguado en sus límites. Y el mar bebe… ¡pero es que se bebe los vientos!

Si navegas y hollas países y vislumbras otros horizontes, llevas contigo impreso ese aire que te eleva un palmo por encima de lo cotidiano. Y esa clase te distingue del resto. Te sientes más ligero, más emprendedor, más libre -menos apesadumbrado o limitado por la rutina loca-. Y eso te hace más atractivo para el sexo opuesto. Conectas con planos de otros seres que de otra forma permanecen estancados como aguas cenagosas, o soldados de manera hermética, sin un resquicio. E, impensadamente, te atraes las caricias de las mujeres -que te ofrecen su cuerpo como si de un fruto paradisiaco se tratase, que cuelga de un árbol en una maravillosa isla-. Palpas la libertad… Y esa libertad te conecta con lo invisible, con la devoción que preserva tus enseres, tus ganancias, tu salud. Te refuerzas en la convicción de que se ha nacido para disfrutar de la existencia. Nunca vas a reprimir la sonrisa de tus labios ni ante las mayores pruebas. Estás muy cerca, con la aceptación de tu sencilla ventura, de otras bendiciones. Te inunda el gozo y la alegría… Y sólo te ves invadido por la tristeza cuando piensas que necesitas parar en la búsqueda del placer y la satisfacción de tus deseos. Si amas a una mujer, las otras mujeres ya sólo te obsequiarán... Y la mujer y el mar se parecen como dos gotas de agua. Así que has de tener cuidado en no indisponerte con ella y despertar su furia. Sus derechos se cifran en su ansia de ser amada a pesar de todos los deberes: se sabe la diosa de la representación, y su comedia es su cuerpo. La inquietante transparencia en ambos se ensambla con extraordinaria atracción. Pero las ilusiones no se corresponden entre sí, pues tienden a destacar por vías independientes las unas de las otras.

¡Ah!, mi Luna…

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