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GUSTAVO CONSUEGRA SOLÓRZANO (Helsinki-Finlandia)

Fragmento de la novela “Historias de Falacia”

XXVI. EL "TEATRILLO"

Timo admiraba, ante todo, la bondad de la víctima. Ese desprendimiento que lo llevaba a ofrendar su vida en beneficio de la comunidad era, para él, el mejor signo de humanidad. El mejor ejemplo, el mensaje más hermoso que seríamos capaces de enviar. Decía que había en el mundo gente que tenía la creencia de que a la especie humana era preciso hacerla desaparecer. Algunos habían llegado a esa conclusión a través del odio. Pero en contraposición, pensaba, había también miles de personas que seguían sacrificando sus vidas para que otros vivieran. Por amor, por puro amor.
—Lo que pasa es que no todos se dan cuenta ― le había dicho a Birgit.
Había ciertamente en Timo un manojo de razonamientos que lo llevaban a esa conclusión. Pero tampoco era eso lo más importante. Lo más importante era lo que había aprendido por otras vías. No porque despreciara a la razón, sino porque esas otras maneras de conocer le parecían más seguras.
Tenía un “teatrillo” de segunda en un local subterráneo, donde ejercía de actor, profeta y gurú y donde no aceptaba como espectadores más que a invitados. Algunos seguidores hacían donaciones voluntarias que permitían la continuidad del “teatrillo”. Era un “teatrillo” que rara vez había conocido el esplendor. Su acento nunca había sido puesto en el aspecto económico, pero curiosamente sus integrantes dejaron de pasar penalidades cuando dejaron de preocuparse del dinero y se abandonaron a la buena de dios. Allí mostraba Timo, los dramas bajo la idea de que el actor no representa sino que toma para sí el carácter que muestra. El actor era el carácter.
Una consecuencia de semejante idea podía ser la muerte. Como en efecto había sucedido las veces que a Timo le tocó hacer de Romeo en Shakespeare o de Willy Loman en Muerte de un viajante de Arthur Miller o del Novio en Bodas de sangre de García Lorca. Ciertamente siempre había aparecido a último momento alguna circunstancia salvadora, pero eran asuntos por fuera de la representación, en tanto el performance propiamente dicho se había desarrollado siempre fiel hasta la muerte. Por lo mismo, tuvo en sus comienzos dificultades para encontrar una actriz que hiciera de Alcestis, porque había, y con razón, quienes temían que aquél se tomaría la atribución de asesinarlas en público. Es de anotar, sin embargo, que él no le haría mal a nadie. Lo propio de Timo no era la agresión, en verdad no se habría planteado jamás asesinar a nadie y más bien se sentía cerca del suicidio. Pero ¿qué podría suceder una vez en las tablas tomando para sí el carácter de un homicida? Ni él mismo podía saberlo. Lo del suicidio se puso de manifiesto cuando hizo el novio en Bodas de Sangre. La declaración del actor que hizo de Leonardo ante la policía fue la de negar rotundamente que había intentado darle muerte y lo comprobaba al mostrar que el cuchillo que había usado era un arma de trucaje que no podía, ni remotamente, causar una herida. Pero como Timo no solía encontrar actores que lo asesinaran en público, ni aún con documento en que certificaba que asumía la muerte por voluntad propia, terminaba usando mañas para proporcionarse la muerte. La declaración final del propio Timo que volvió a la vida luego de una corta hospitalización, puso las cosas en claro. En efecto había sido él mismo, quien aprovechando un instante en que el personaje al caer, daba la espalda al público, se había propinado la cuchillada fatal. Si no obstante su empeño y deseo, había sobrevivido había sido gracias a la prevención y rapidez con que actuó el conde y a la atención eficaz de los servicios médicos.
Otra consecuencia era el desmedido afán de la gente por hacerse a una silla del espectáculo. Dado que la muerte se había convertido en el espectáculo supremo, en la ciudad ya se sabía que día y a qué horas actuaba Timo y la fila de personas deseosas de asistir no se hacía esperar. Esta política, bien administrada, hubiera podido llevarlo a enriquecerse. Mientras el resto de los teatros de la ciudad languidecían por el escaso público, frente al "teatrillo" de Timo las colas eran extensas y tumultuosas. Se peleaban por una silla, madrugaban para tomar posición, se hacían apuestas. Se decía que había gente dispuesta a pagar un boleto tan alto como a la entrada de un partido del Real Madrid o el Barcelona o de un concierto de Madonna o el de un pasaje de ida y vuelta al más alejado país de América. Es de anotar que no faltaba en la fila el esnob que manifestara su orgullo porque en Helsinki hubiera un “teatrillo” como aquél.
—No tendremos grandes clubes de fútbol, pero tenemos el “teatrillo” qué más se puede pedir.
Pero como nadie que no tuviera invitación de Timo, era admitido, participar de esa fila y salir con la frustración de no entrar a la función, se había ido volviendo una suerte de ceremonia en la ciudad.
—Quizás seguimos haciendo la fila porque la frustración hace parte de nuestro carácter colectivo—. Había declarado frente a las cámaras de TV algún evasivo trasnochado.

En lo de Timo, por lo demás, no había trampa ni dobleces. Más de un bien educado productor, olisqueando que el "teatrillo" era una mina de oro, se había apresurado a buscar con él una entrevista. Al principio les dejo llegar pero a pesar del lustroso maletín, las bien diseñadas tarjetas y el lenguaje de proyecciones, pronto fue claro que no cedía. Timo solía derrotarles con una sola frase,— el dinero bienes o lo...
También había, por supuesto, consecuencias remanentes. Una de ellas era la discusión de si en nombre de la libertad y la cultura, debía permitirse funcionar a un teatro como el de Timo. Discusión interminable mientras el teatro seguía en pie, porque legalmente no había tampoco argumento para el cierre. Otra era la observación de que a medida que crecía la popularidad de aquel teatro, bajaba la clientela de los jumpi y se volvían más escasos los asistentes a las salas de meditación y yoga.

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