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FERNANDA AGÜERO (Salta-Salta-Argentina)

LOS SILENCIOS

Ahí va Antonio. Una vez más sale de su cuarto. De nuestro cuarto, de lo que fue de los dos alguna vez, de ese lecho de madera lustrada en donde dormimos tantos años y soñamos con que el tiempo nos encontraría mucho después más tranquilos, saboreando mansamente los días y las noches.
No me dice nada ni yo me atrevo a preguntarle siquiera adonde va, prefiero quedarme aquí junto a la ventana mirando hacia el patio, hacia estos árboles enormes que guardan toda la vida que pasó por esta casa.
Antonio se puso el saco azul, la corbata de siempre y peinó sus pocos pelos frente al espejo. Esa es su rutina cuando algo importante lo espera.
Lo escucho andar por la casa con sus pies pesados, abrir la puerta que lleva a la sala, mover sus libros y carpetas buscando quien sabe qué cosas. Luego suenan las primeras notas en el piano. A veces sus dedos cansados tropiezan y tocan las teclas equivocadas, pero él avanza sobre las polonesas y los minués con los resabios de una gracia que cultivó durante los años de su juventud y que ahora se escucha tal vez disonante, ya no como una cascada cristalina de compases mágicos.
Alguien toca el timbre, el piano cesa y Antonio intenta caminar erguido hacia la puerta cancel. Escucho la llave hurgando en la vieja cerradura, con la misma desesperación que él por abrir la puerta.
Desde este cuarto atestado de cacharros viejos puedo ver a todo el que va y viene por la casa, aún cuando Antonio se empeña en ocultarme a sus invitados o manejarse como si yo no existiera. ¿O soy yo la que se oculta? No sé desde cuando descubrí que este pequeño cuarto podía ser mi refugio. Las sombras ocultan mi rostro y no dejan ver los surcos de mi frente o mis ojos amargos que ya no reflejan los destellos azulinos y verdes de los estanques, como decía Antonio.
El silencio me guarda por las tardes mientras dejo libres mis recuerdos que parecen enredarse entre las ramas de esos árboles. A veces nadie repara en mí y la casa parece funcionar como antes, con esos mínimos traqueteos cotidianos que aparecen cuando la empleada regresa cada día a cumplir con sus tareas y vuelve a crujir el piso de madera, regresa el aroma del café y escucho a Antonio dar vueltas en la cama y después los compases en el piano, el tintineo de las cucharitas cuando toma café con sus invitados y a veces las risas. Las risas de mujeres seguidas de palabras halagadoras y la risa de Antonio, desfachatado, exageradamente amable.
Desde aquí observo a Antonio y me asombro todavía cuando pone en marcha todo su palabrerío y su romanticismo fuera de época y celebra con su risa fácil todos los gestos de sus invitados.
Al fin abrió la puerta. Es una mujer que no conozco, joven, de cuerpo frágil. Como siempre, la invita a acomodarse en la sala, junto al piano. Escucho sus voces como un murmullo, por momentos una exclamación rompe la monotonía de la tarde o unos pasos parecen acercarse a la ventana o al sofá, hasta que Antonio cierra elegantemente la puerta de dos hojas.
Desde este refugio, o desde que me he apartado de todo acontecimiento social que involucre a Antonio, veo pasar la vida como en un film en claroscuros, en tiras de celuloide carentes de sonido en las que se ven personajes en sombras pasar, sonreír y desaparecer tras la puerta de la sala.
La joven se fue y Antonio vuelve a abrir la puerta. Resopla cansado, pero también satisfecho. Veo desde aquí esa mueca de placer inocultable en su rostro, como antes, como siempre. Como si su vida transcurriera dentro de las historias ocultas, de las cuales jamás conoceré detalles o nombres, solo ese gesto en sus labios que marca el comienzo, la punta de un camino hacia el interior de sus secretos en donde siempre una mujer lo espera.
La empleada ha dejado algo para comer sobre la mesa. Antonio parece hambriento, se sienta y comienza su cena mientras me cuenta algunas noticias del día, o quiénes alabaron su maestría en el piano. Bajo los ojos, no quiero enfrentarme con su mirada inquisidora, lo dejo hablar y hablar y él no toma en cuenta mis silencios ni mi mirada ausente, ni tampoco este gesto de hartazgo que en vano trato de ocultar.
Mi mente divaga cuando él simula conversar conmigo. Luego los dos partiremos hacia nuestros lechos, él con sus almohadones de satén y la cama de barrotes lustrosos y yo aquí, arrollada como una gata vieja en esta cama cargada de mantas y sombras.
La joven regresó. Antonio volvió a vestir su saco azul mientras tararea esas canciones de su repertorio que tanto le gustan. Esta vez la lleva a conocer la sala de cuadros, como a todos. Enciende las lámparas y se apresura a contar las viejas anécdotas que tantas veces escuché, agregándoles notas de humor en donde siempre él es el protagonista. Los dos conversan animadamente, él bien erguido, simulando que sus huesos no le provocan tirones y malestares y que el penetrante olor a humedad no existe, no brotó jamás en cada madera que pisa ni en cada recoveco de ese cuarto y en los intersticios de toda la casa, porque nos fuimos olvidando de las ventanas, de la luz, del tiempo que nos fue cubriendo con su manto de silencios y que si no fuera por estas mujeres que aparecen en su vida, permanecería todo oculto y ajeno a los días y a los ojos del mundo, como yo.
Sé que ella, la joven de cuerpo frágil, regresará. Es de aquellas personas que buscan desenterrar los recuerdos tórridos, hundirse en el pasado y caer cautiva de las palabras de Antonio, como las otras. ¿Cuántas fueron? ¿Cuántas más serán?
Lo escucho a Antonio muy animado por estos días. Pasó horas practicando una pieza en el piano, dando órdenes a la empleada para que limpie bien la sala, caminando de un cuarto al otro con la poca ligereza que sus años le permiten. Hasta lo escuché hablar solo mientras revolvía no sé que cosas en el cuarto. Y no puedo dejar de recordar otros tiempos, cuando los años no significaban tanta carga sobre nuestras vidas y Antonio iba enhebrando todos estos gestos minuciosamente como en una estrategia de guerra, como en un bosque en donde el cazador se preparaba para capturar a su presa y yo, como ahora, observaba los movimientos sigilosos, solapados, hasta que una nueva mujer se adueñaba de sus horas, de sus noches, de su encanto cuando ponía las manos sobre las teclas del piano y las deleitaba con su música, convirtiendo nuestra vida nuevamente en un laberinto de odio y locura, sin rumbo y sin explicaciones.
Pero en este lecho oscuro y en desorden estoy bien, veo solo lo que quiero ver, sigo las sombras de Antonio que, ajeno a mis tribulaciones, intenta dar intensidad a sus días cada vez que desempolva su viejo saco y se sienta en la sala a esperar a sus visitas, mientras yo me hundo una vez más en el pasado recostándome como una niña sobre los estanques que Antonio alguna vez imaginó para mí.
Otra vez la chica está aquí. Antonio mandó a comprar unas flores coloridas que la empleada puso en unos jarrones sobre el escritorio. Después de los saludos cargados de alabanzas y cumplidos él la homenajea con esa pieza tan difícil que estuvo practicando en estos días. Luego le siguen otras y la casa vuelve a llenarse con esas melodías que ahora me suenan tristemente desafinadas, inevitablemente atadas a otros momentos que en vano trato de olvidar, de alejar de mi mente como insectos nocturnos sobre mi cabeza, desarmando sus notas huecas sobre mis ojos y mi pecho.
Cuando ella se va la casa vuelve a quedar como una nave abandonada, solo los pasos de Antonio recorren la noche. No me dice nada, come un poco lo que hay sobre la mesa y se marcha a su cuarto, sumido en las nuevas fantasías que debe estar recreando su corazón. Escondo mi rostro entre las mantas para que no pueda sentir mi respiración agitada, entrecortada por las palabras o el llanto que no quiero soltar. Tengo deseos de borrar de un solo manotazo estos instantes que me tienen prisionera de sus designios, de tanto silencio que llevo como una llaga incurable sobre mi humanidad.
Tengo un sueño angustioso, creo ver otras sombras rondando por la casa o escuchar soltarse alguna tecla en el viejo piano. Acomodo mis mantas sobre mi espalda intentando dormir hasta que la madrugada me sorprende con su luz sobre las baldosas del patio. Imágenes extrañas se mezclan con los sueños y la vigilia hasta que escucho a la empleada en su habitual trajín abriendo la puerta cancel.
Mientras tomo mi café, sintiendo los ojos hinchados por la mala noche, tengo un presentimiento repentino aquí en el pecho. Hay una quietud inusual en el aire, un silencio que lucha por desbordarse en grito.
De repente oigo los pasos de la empleada en el otro cuarto, se apura, tropieza. Y todo vuelve a quedar en silencio. Es un instante impreciso, casi lacerante, hasta que sus ojos se cruzan con los míos, desesperados.
Es Antonio, dice. Antonio inmóvil en su lecho de satén y madera lustrosa. No respira.
No sé en que momento la casa se ha llenado de gente, de ruidos, de voces y yo he abandonado esta cama, estas mantas y mi condición de vieja gata rumiando mis pesares. Ando con prisa de un lado a otro, abro las ventanas, sacudo las cortinas y enciendo las lámparas de todas las salas, como antes. Veo mis ojos en el espejo de la sala otra vez con esos destellos verdemar que tanto le gustaban a Antonio que ahora, enfundado en su saco azul, ha cerrado los suyos para siempre.-

1 comentario:

  1. Un cuento entretejido con esmero, Fernanda. Esa soledad hecha de silencios se me fue adentrando, mientras leía. Es privilegio de quienes saben esgrimir las técnicas de la narrativa esa capacidad de hacer que las palabras no resbalen en la piel del lector sino que le recorran las venas.
    Mis congratulaciones por un cuento absolutamente logrado.
    Un saludo cordial y un abrazo afectuoso.

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